Las mañanas duraban lo que él tardaba en hojear sus revistas. Al levantarse de la cama y mirarse en el espejo buscaba algún indicio de vida. El espejo lo traicionaba y le mandaba de regreso una cara sin mayor gracia que tener una nariz a mitad de ella; una nariz larga, aguileña, aguda. A veces le ocurría que durante las tardes recordaba alguna característica de las mujeres que él había revisado en la mañana y entusiasmado (creía sentir que la sexualidad abstracta tomaba la forma de un huracán) corría despavorido hacia su cuarto y con la puerta entreabierta volvía a las páginas en donde un pezón envuelto en encajes, o la abundancia de unas nalgas eran los elementos, la pobreza (así lo pensaba él) con la que la sexualidad se manifestaba. Todas las tardes en las que la curiosidad le obligaba a repasar las revistas salía de su cuarto con el rostro doblegado por la incredulidad. No podía creer que la sexualidad fuera algo tan inaprehensible para él. Así, derrotado por algo que le era tan cercano, flagelado por la angustia de ser ajeno a su propio cuerpo, volvía a sumergirse en sus libros que le enseñaban lo que él ya sabía: un cuerpo que dependía de la maquinaria compuesta por fluidos, músculos, huesos, tendones y nervios: una maquinaria suceptible de equivocarse, de desbordarse en la producción histérica de células; una maquinaria enjaulada en el terror de las enfermedades, efímera.
Friday, February 24, 2006
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